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Las Mil Caras de Dean

  • Foto del escritor: La Señal Música
    La Señal Música
  • 25 jul 2023
  • 5 Min. de lectura

Actualizado: 26 jun 2024

por Carlos Balmaceda


¿Qué tienen en común Palito, Pablo Neruda, Enrique Carreras, la CIA, la Unión Soviética y Los Beatles? Solo este nombre: Dean Reed.


Actor, cantante, estafador, militante, mártir y chanta, podría habitar cada una de estas palabras y al mismo tiempo escapar a todas, sin que su biografía alcance una mínima certeza.


El padre quiso que fuera militar como él, pero el pibe estudió para meteorólogo, mientras despuntaba el vicio de la guitarra; mandíbula cuadrada, mechón rubio y abundante, lungo y de ojos celestes, la facha tan marcadamente yanqui lo destinó a uno de esos grupos que abundaban a fines de los cincuenta, esos con galán en el medio y tres puntos adelantando y retrayendo una manito mientras con la boca hacían buuu-uap, buuu-uap. Por ahora imaginen a nuestro personaje en blanco y negro, con rayones catódicos y esa imagen achatada de la tele de los sesenta, uno más de los millones en busca de la gloria en algo que no era todavía rock, que algunos llamaban beat y que al rato sería pop y hasta punk.


Graba algunas canciones y aparece en un par de comedias por la tele, pero el intento de hacerlo popular no pasa de ahí. Eso sí, “Nuestro amor de verano” es un hit en Chile y Perú, así que hace las valijas, viaja al sur y llena estadios. El éxito es tan grande que se convierte en galán de fotonovelas y militante comunista. Sí, Dean fue siempre así. Se presenta gratis en los actos de Salvador Allende y mecha sus canciones pop en inglés con otras de protesta en un descangayado español.


Se hace de amigos como Víctor Jara y Pablo Neruda y pronto lo tientan de este lado de la cordillera: contrato con Alejandro Romay para actuar en Sábados continuados que conduce Antonio Carrizo, y un proyecto que se llamará “El profesor Simpatía”.


Aquí repite los mismos vínculos que en Chile, así que enseguida conocerá a conspicuos comunistas como Horacio Guarany. ¿Qué saldrá de esa amistad? Su versión chapurreada en español de “Si se calla el cantor”.


Sígame con atención, oyente que el derrotero no es simple ni lineal: al mismo tiempo que la rompe con “La Bamba” aquí, viaja a Estados Unidos y graba “La novia” de Antonio Prieto, en español y en un inglés que debe sonar algo así como “White and radiant goes the braaaaaa-aid”.


Para el ’66, Onganía lo echa del país. Vuelve a Chile pero antes filma dos películas: “Ritmo nuevo y vieja ola” y “Mi primera novia”, donde contradiciendo una larguísima historia de amor, consigue lo imposible: le birla Evangelina a Palito, que termina en la iglesia como Antonio Prieto mientras las letras amarillas en Eastmancolor estampan el letrero de “Fin”.


En los set, mientras tanto, se cruza con Tono Andreu, Aída Luz, Luis Tasca y hasta Guillermo Battaglia.


De vuelta en Chile, nace un clásico. Ya con los B 52 lanzando napalm contra miles de vietnamitas, el hombre termina sus shows con dos recipientes, uno con agua, el otro con detergente, moja la bandera yanqui en los dos, y después hace el acting de limpiar la sangre de todos esos muertos. No la quema, porque es el símbolo de su país, pero le restituye esa limpieza que pierde en cada bombardeo, en cada golpe de estado en cada operación de la CIA.


De allí salta a Europa, donde filma “spaghetti western”. Sí, el amigo de Horacio Guarany, Palito y Pablo Neruda que firma contratos con Alejandro Romay, se tirotea ahora con Yul Brinner, y atraviesa la Cortina de Hierro, donde rusos y alemanes orientales lo reciben como a un héroe.


Aquí la biografía se torna oscura: dicen que nadie ha podido escuchar a Los Beatles en Moscú, dicen que ningún ruso distinguiría sus canciones más populares, dicen entonces que Dean Reed las versiona y las hace pasar como propias.


Por cuestiones como ésta, algunos sostienen que el tipo es un oportunista, pero pudiendo pasar toda su vida como cowboy en Europa Occidental y como ídolo pop del otro lado del Muro, elige volver a Chile para apoyar la campaña presidencial de Allende. No bien llega, repite el gesto de la bandera pero esta vez frente a la embajada yanqui. Lo meten preso.


Cuando asume Allende, le retribuye el gesto invitándolo a la Casa de la Moneda.

Si hubiera sido un tipo venal, habría aprovechado esta cuña, pero entonces viaja a la Argentina, donde tiene prohibida la entrada.


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Lanusse ahora es el dictador que lo mete preso en Devoto, donde le hacen un corte de pelo gratis y al rape, algo que no se verá bien en su nuevo papel de cowboy si lo dejan volver a Europa donde ha firmado contrato para hacer otro spachetti.


Esta vez hace una declaración pública y dice que volvió clandestino a Buenos Aires “para obligarlos a acusarme de algo abiertamente y de esa manera poder defenderme ante el pueblo. Quiero que mis acusadores dejen los rincones oscuros donde están escondidos”.


Cuando bombardeen la Moneda y Allende se dispare con la ametralladora que le regaló Fidel, Dean empieza una campaña de solidaridad con Chile, que no termina en un gesto: filma “El cantor”, la biografía de Víctor Jara, su amigo asesinado por la dictadura.


Pero como el signo de lo bizarro acompaña la vida del gringo, el resultado será una película con búlgaros haciendo de chilenos y él mismo, con inalterable flequillo rubio, en el papel de Jara. “Era Deen Reed haciendo la revolución él solo. Usó una historia muy trágica para lucirse. Me dio furia”, dirá en una entrevista la viuda de Víctor.


Otra vez la sombra del aprovechado planea sobre su vida pero pronto la apartará con un gesto heroico: en el ’83 vuelve a Chile y da dos recitales clandestinos, hasta que los carabineros lo prenden, lo torturan y lo expulsan del país.


Su repertorio a esta altura incluye Venceremos, el himno de la resistencia chilena, “We shall overcome”, la canción insignia contra la guerra de Vietnam y por los derechos civiles, “Bella ciao” y una bolsa gigante de pop cursi y un poco pasado de moda.


En los noventa se habría dicho del hombre que era un posmoderno: fotonovela, tele con Romay, spaghetti western y cine político, flequillo de los sesenta veinte años después y pop familiar para la ingenuidad soviética, un tipo mandado que resiste la tortura en países que le prohíben la entrada y un ídolo para toda la familia cantando inocentadas en la televisión comunista.


De un lado suponen que es un agente de la CIA, del otro, un infiltrado comunista. Con todas estas sombras, Dean viaja a Estados Unidos y se presenta en el programa “60 minutos” un clásico. Dice en vivo y en directo que Gorbachov es un hombre de paz, no como Reagan y que el Muro de Berlín es necesario para aislar al mundo comunista de la barbarie capitalista.


Miles de mensajes al aire piden su cabeza. Ya no volverá a su país.


En tres años más caerá el Muro, Estados Unidos inicia su carrera criminal que decaerá recién por estos días, el neoliberalismo apenas anda en pañales, y Reed es un hombre atrapado entre dos mundos, dos épocas, muchas estéticas y un par de oficios.


Todavía le queda la chance de otra película, y de eso hablará con su productor que lo anoticia de una punta en Moscú. Nunca llegará a esa cita. Unos días después encuentran su cuerpo en un lago.


La policía determina suicidio y cierra el caso, aunque no sufría ningún tipo de depresión y era, a todas luces un luchador convencido.


Su familia supone que fue la CIA, o quizás una sección de la temible Stasi, cooptada por la inteligencia yanqui.


Le tocó una época de muros y propaganda, tan distinta y tan parecida a ésta, y a su manera se quedó del lado correcto, que su imagen final sea entonces una guitarra colgada entre los hombros, sobre el techo de un vagón empujado por una locomotora que surca a toda velocidad un bosque siberiano, mientras nos dice que ese tren está destinado a la gloria. Nunca ese lago infame, gringo lindo, porque si se calla el cantor, calla la vida, y entonces qué, Dean, y entonces qué.



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