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Una Foto

  • Foto del escritor: La Señal Música
    La Señal Música
  • 26 jun 2024
  • 8 Min. de lectura

por Hugo Fernández Panconi.


No, al de este lado no lo reconozco y por la posición de la mano izquierda, es el que hace la primera. El que solía tocar con ellos era el Chivo Fuentes pero no es este. Este hombre es mayor. Qué se yo, antes había guitarristas a patadas en el pueblo y en las fincas, y todos buenos o casi todos… Mirá acá, la púa en las cuerdas atrás de la boca; se pulsaba ahí para sacar un sonido más potente. Siempre para abajo nada de alzapúa y esas cosas de la velocidad. Sí, sí, se nota que es de noche y el escenario está al aire libre además… Bueno, al que identifico con seguridad es al petiso del medio, el Celso Maroa. Lleva la segunda voz en el punteo y casi con certeza es el que les pasó el arreglo a los demás. Era uno de dos hermanos que salieron muy buenos para la guitarra; no sé si te acordás de un viejito que tenía un montón de alumnos cuando ya estábamos en el secundario, ese también era Maroa. El Celso gozaba de un talento natural dicen, para componer y arreglar los adornos típicos de la música cuyana. Hace poco el Fredy Vidal me paso una introducción de tonada que es una delicia y él jura que era del Celso.


Me acuerdo del Petiso chaireando la cuchilla de despostar o acomodándose el delantal de lona blanco, antes de atender a la clientela de la carnicería, siempre con una sonrisa que le inundaba la cara y le achinaba los ojos pícaros. Y esa postura, acá con la guitarra bien apuntada hacia arriba, es para amucharse más al micrófono y escucharse mejor con la oreja bien cerca del instrumento. Aunque el cantor que está adelante le tapa la mano izquierda, por cómo tiene el brazo respecto del diapasón, es que te digo que va segundeando. Se fue del pueblo, con toda la familia, un poco antes del golpe de los milicos. Decían que con el entusiasmo del regreso del General en el ‘73, el Celso se fundió la carnicería a causa de tanto asado con guitarreada, y del fiado, seguramente. Bueno, no es casualidad esa sonrisa de Evita ahí, hacia arriba y atrás, en un retrato que enmarca la sigla del Sindicato de Obreros y Empleados Vitivinícolas y Afines; que debe haber sido el organizador de la fiesta, la misma que a su vez debe estar relacionada con la época de la vendimia.


El cantor que, mirá vos, en este momento no canta, aferrado con su mano derecha al pie vertical del micrófono, sostiene en la izquierda un papel que está leyendo. Con ese gesto solemne, lo que sea que diga la voz profunda y canora del Santos Sosa está “locutando” palabras que por ahora son un misterio y ahí se quedan. Era tremendo cantor y se lucía como solista en valses y tangos por su timbre grave, pero ensamblaba segundas voces de un matiz exquisito y particular en cuecas y tonadas. Cuando nosotros éramos chicos, solían juntarse seguido en la casa de la abuela para el tiempo en que al tío Negro se le dio por hacer cabezas al horno. Público para eso nunca iba a faltar, claro. Era medio impresionante, el Santos digo, cuando cantaba, la nuez de su cuello, de por sí sobresaliente, le subía y bajaba ─como una nuez propiamente─ por la garganta. Trabajó muchos años en el escritorio de la bodega Arizu, cuando los esplendores de la firma eran también los del pueblo, y en este tiempo de la foto, entre 1950 y 1953 calculo, debe haberse sentido feliz, o lo más parecido a eso. Fue mi primer maestro de guitarra.


Detrás de él, acá sobre la derecha de la imagen y a medio cuerpo tenemos el tercer guitarrista. A este sí lo conocés ¿no? ¡Qué pinta se cargaba el viejo! Acompaña con un rotundo acorde de do mayor con cejilla en segunda posición. Claramente es el más joven de los cuatro y el único al que se le ven los ojos abiertos quizá porque vigilan la distancia en el diapasón y prevén el cambio de “postura” en el acompañamiento. Aunque tiene la mano derecha tapada, reconozco la guitarra con ese parche de nácar que era rojo oscuro. Si. Por el ángulo y la distancia no se puede apreciar, pero esa tapa armónica tenía lastimada la madera en el borde inferior de la boca, como un dentado de sierra. Una marca de su origen humilde y más que sufrido. La leyenda habla del hallazgo fortuito de una guitarra en ruinas por parte de un grupo de serenateros: la mentada tapa, los aros y el diapasón, encima de un viejo ropero de la casa de una finca, el consiguiente rescate de los pedazos y el posterior armado y emparchado que hizo que el Coco Fernández se hiciera por fin, de una guitarra propia. El Coco ya sabés se llamaba Antonio y no sé si te acordarás, porque eras muy chiquita, pero teníamos prohibido agarrar esa guitarra.


No, no es que los otros tocan con los ojos cerrados, están mirando hacia abajo o hacia adentro, concentrados en lo que hacen y con la gravedad que requiere el compromiso establecido con lo que están interpretando. Es eso lo que los pone serios en el escenario. No se permitían ser chapuceros…


En esta eternidad que confiere el blanco y negro, los tres violeros, todos de traje ¿observás?, están tocando algo que debe ser como una “cortina de fondo” para que el Santos lea en presente perpetuo, de ese papel en su mano izquierda, algo que hace al argumento de la fiesta, a los símbolos visibles en el escenario (un perfil de Perón pintado bajo la “A” final de S.O.E.V.A. y en la base de ese cartel o bandera, en tamaño más pequeño y metida en un círculo que la esboza como logo, la otra sigla: CGT y al lado en mayúsculas, claro, VILLA ATUEL), algo relacionado tal vez con otro detalle que desconcierta y que nadie de los que pude consultar, sabe o recuerda el por qué.


La eternidad es algo que se nos escapa mientras siembra el camino de pistas difusas.


Mirá acá, detrás de los músicos, ahí al fondo y a la izquierda del escenario. Ese grupo de niños sentados en modestas sillas de totora, integrados a la escenografía o como si fueran los anfitriones de la fiesta, andá a saber… A la manera de las actuales reinas de la vendimia que presiden desde su sillón toda la ceremonia con el espectáculo incluido.


Claro. Pienso lo mismo. Es probable que estén siendo premiados por algo y por eso ocupan ese sitio de privilegio. Pero entonces, descarto que el Santos lea en ese momento algo trivial, si se quiere, como los nombres de los niños. Porque si estuvieran siendo nombrados uno por uno, mostrarían una actitud más alegre o ruborizada ¿no?


En ese modo que resulta tan extraño para la actualidad de ocupar una parte del escenario, cuyo motivo o sentido, aparentemente se ha perdido, porque ya te digo, le pregunté a medio pueblo y nadie me supo decir qué hacían o venían a significar los niños ahí arriba. El asunto es que ahí están y participan de algo que los honra y que viven con naturalidad. Quizá el locutor fundamenta las razones de un reconocimiento colectivo y le da énfasis ─con las guitarras punteando atrás alguna cueca o un valsesito criollo─, a esos nuevos tiempos en que los hijos de los obreros están escolarizados, poniendo el acento en la práctica de un lema de moda, aquello de que los únicos privilegiados son los niños. Argumento que ellos ─todos ellos, no solo los niños─, quizá no entenderán del todo ahí, pero que los va a marcar a fuego para lo que vendrá después.


Los pibitos que se pueden contar son ocho ¿ves?, pero posiblemente sean más. Fijate, todos en manga corta porque es verano y en silencio porque están atentos. Estos dos de la izquierda de camisa blanca y corbatita presumiblemente azul ─de esas que tenían un elástico para prenderlas bajo el cuello de la camisa─, con los pantalones cortos; y junto con los dos que siguen hacia el centro de la imagen, mirando a sabiendas a la cámara. Luego se alternan piernas en pantalones largos y cortos, unos zapatos medio gastados… El quinto niño, este, el último que se ve completo, está mirando por detrás de los músicos, hacia su izquierda, a la derecha de la imagen, algo que le absorbe la atención. ¿No te resulta llamativo? Miralo bien. En ese costado pueden haber estado las tapias del Prado Español, o tal vez sea la antigua sede del club, ahí al lado de la actual terminal de colectivos… Para colmo este borde de la imagen se vuelve difuso a causa de ese resplandor que le da un tono irreal, si se quiere, y que debe ser defecto del revelado. Sí, sí, lo que sea que ve ese niño, queda afuera de la foto. Justamente eso es lo que llama la atención. A simple vista no lo notás. De hecho, anduve un tiempo largo con la foto de arriba para abajo y nunca me fijé en eso. Fue don Arenas que, después de rascarse un rato la cabeza tratando inútilmente de reconocer a algunos de los niños ─la memoria es como una manta que se van comiendo las polillas─, dijo, y observó ¿Qué estará mirando ese pibe?... No, no, ¿qué obsesión? Nada que ver. Pero fijate bien, mirá las miradas, si me permitís el juego de palabras. Excepto los pibes que miran a cámara, estos dos… dos, tres, cuatro; las demás personas que aparecen están sólo para recibir miradas, es decir, en lo suyo y si miran algo, ese algo está dentro de la imagen. Este pibe que mira de esa manera también está en lo suyo claramente, pero el tema es que ha sido sorprendido en otra cosa, una suerte de diálogo con algo externo ¿me seguís? No, ninguna tontería. Mirá, por ejemplo, si te pregunto ¿dónde está la vieja? ¡Ah! ¿Viste? porque la vieja debe ser ahí casi una niña, doce o trece años a lo más. ¿La imaginás en el público, mirando a su ya noviecito ─o al pibe que le gusta pero todavía no se anima─? ¿No? Bueno, por eso… Eso, igual que lo que el pibe mira, no está en la foto, pero sí en ese tiempo. Mejor dicho, está fuera de la foto pero ella de alguna manera lo manifiesta o lo sugiere, si querés. En cambio no está en la foto el tiempo que la sobreviene, como nosotros que todavía no hemos nacido…


Mirá, si tenemos en cuenta que ese sindicato se fundó en el ’48, y desde ahí que los enunciados políticos ya venían plenos de un compromiso social que perseguía la felicidad del pueblo ─lo que por otra parte se evidencia en los protagonistas inmortalizados acá, bajo los símbolos e imágenes exhibidos en el escenario─, podemos asegurar que la fiesta es anterior a 1955. ¿Me seguís? Si.


Claramente, aún los aviones de la marina no han bombardeado la plaza de Mayo; y el Santos Sosa no se esconde a llorar entre los toneles de roble ante la vengativa y cotidiana persecución de los cagatintas gorilas que tenía de compañeros de trabajo. Aún no ha nacido ni lo han matado de seis balazos al Marquitos, el hijo del Celso, que tocaba la viola como los dioses y me pasaba los arreglos como su padre se los pasaba al Coco, y el Coco… El Coco todavía no se casa, ni deja de tocar la viola para mantener la familia manejando un camión, ni va a morirse un domingo a la tarde ahogado en el Valle Grande; y la fiesta de la vendimia ─como casi todas las fiestas populares─ no es una mera cáscara vacía de sentido, apenas apta para el soez y exclusivo consumo turístico.

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